El otro


Llevaba más de media hora mirando la fotografía. Agarraba el marco con fuerza, como si se le fuera a caer de un momento a otro. Se la habían hecho el día de su graduación. Amplias sonrisas, idénticas caras. Él le pasaba la mano por encima del hombro, protegiéndole. Siempre por delante. Un cuarto de hora, concretamente dieciséis minutos y cuarenta segundos, según apuntó en el registro la comadrona.
Aún recordaba los primeros años en el colegio. Su madre se empeñaba en vestirlos igual. Hasta segundo o tercero no se rebelaron, cuando por fin lograron cambiar de peinado -fue él quien lo consiguió-. Esto les acarreó algún problema. Eran presa fácil para los matones de la clase. Él tenía el aplomo para defender a ambos, aunque llegara más de un día con la ropa desgarrada y el ojo morado. Sin duda, eso le convirtió, ya de muy niños, en el preferido de su padre.
En ese momento le vino a la cabeza una conversación de adolescentes. La tuvo con él, justo antes de la cena, a solas, en el comedor. O en la cocina. Puede que fuera a primera hora, en el desayuno. Los recuerdos empezaban a borrarse.
–Tienes que pedirle a Helen una cita. Vamos, échale un poco de huevos. Somos los Ericssen. A nosotros no se nos dice que no –siempre hablaba en plural, como si su fuerza y energía proviniera de los dos. Como si fueran un solo hombre.
–Me da vergüenza. Es la chica más bonita de la clase.
–Por Dios Santo, me vas a obligar a que yo mismo se lo pida –en una ocasión, y esto sí que lo recordaba perfectamente, suplantó su identidad, sin revelárselo hasta unos días después, justo el mismo día de la cita que él mismo había acordado. Tómatelo como un regalo de cumpleaños adelantado, le dijo, sin prestar demasiado interés en lo que el otro pensara o sintiera al respecto.
Siempre procedía como si sus actos no tuvieran consecuencia alguna en la vida de los demás. Como si, cuando actuaba en nombre del otro, fuera éste el que hiciera y no él. Se habían llegado a enfadar mucho por esta razón. El día del accidente habían estado discutiendo acaloradamente. El alcohol puso de su parte.
Sus ojos le miraban fijamente. Al fondo, un grupo de chicos charlaban con los birretes en la mano. Parecía como una imagen de DVD congelada, en la que uno espera un movimiento justo al instante siguiente. Como si sus labios le fueran a hablar de un momento a otro.
–Tranquilo, no fue culpa tuya. Los dos bebimos. Cualquiera de los dos podría haber estado al volante –resonaba en su cabeza, mientras una punzada de dolor recorría todo su pecho.

Un buen tipo


-    ¿La viste salir? No la consigo localizar. Tiene el móvil desconectado.
-    Diría que se fue al principio de la noche. Parecía cansada. Ya sabes cómo son estos meetings de empresa. El director regional la está presionando mucho.
-   No, seguro que no se fue sola. Me la está pegando otra vez. Menuda zorra. Joder. No sé quién coño me mandaba liarme así… John, joder, tú sí que eres un amigo. Ya te lo he dicho más de una vez esta noche. Joder, sí, eres un buen tipo…
-   Muy bien, George. Ahora cuelga el teléfono, termínate el trago e intenta dormir un poco. Mañana lo verás todo con más perspectiva. 
Es una persona agradable, sobre todo cuando no bebe. Nos hemos hecho amigos con los años. Pertenece al departamento que queda justo al final del pasillo, se encarga del servicio post-venta para la costa este. En el trabajo solemos coincidir tres o cuatro veces al día, además de las reuniones semanales de los lunes por la mañana. Cada viernes quedamos para jugar a squash.
La semana pasada preparamos una barbacoa con las familias. Helen estaba eufórica, no paraba de hablar. Su hija mayor, Isabela, ha hecho muy buenas migas con nuestro Tom, me decía entusiasmada ya de vuelta a casa. Tenemos que repetirlo, podríamos invitarlos para Pascua, seguía insistiendo. Su mujer está encantada, me ha confesado que aún no se podía creer la suerte que había tenido al encontrar un hombre así, sentenció mientras yo peleaba con el mando para abrir la puerta del garaje.
Ha estado toda la fiesta inquieto. Llevaba toda la semana preparando esta noche especial, según él mismo me había dicho. Está loco por ella. Se le nota. Tras una hora, ya se había bebido tres whiskies. Sin hielo. Ni nada. Conversamos toda la noche. Bueno, él hablaba. Realmente se había colgado de esa chica, aunque ella estaba jugando con él, destrozándole el corazón, me confesó con un acento gangoso producto del alcohol. A mí me daba un poco de pena, la verdad.
-    Está un poco preocupado. Eso me ha parecido. Sí, lo está.
-    ¿Crees que se huele algo? ¿Te dijo algo que te lo hiciera pensar?
-   No, para nada. En el fondo, no tiene malicia. Además, estaba demasiado borracho, el pobre.  
-   Bueno, desconecta el teléfono de una vez y vuelve a la cama. Me ha costado tanto escabullirme sin que me viera… Venga, llevo demasiado esperando sola en la habitación mientras le dabas conversación… ¿Sabes?, tiene razón, eres un buen tipo.

Natillas con chips ahoy


No recuerdo cuánto tiempo llevo aquí. Cruzaba la calle, y, al instante siguiente, viajaba bajo tierra. Cosa del todo improbable, ya que el metropolitano no se construyó en esa parte de la ciudad hasta muchas décadas después. Me desperté con una voz agradable y algo metálica, que anunciaba algo de un final de línea, en Cornellá Centro.
Dios sabe que lo intento, pero no entiendo esta ciudad, descreída y materialista. Tampoco la voluntad del todopoderoso, que aquí me retiene. Al principio, creía que era su objetivo que yo mismo acabara mi obra más ambiciosa, mi tributo a nuestro Señor. Sin embargo, de forma inexplicable, se me retiró de la dirección del proyecto; por cierto, aún inacabado, sin duda, por la tacañería de mis conciudadanos.
Cuarenta y cinco veces. Unas pocas por descuido; la mayor parte, Dios me perdone, porque no podía aguantar más el tiempo que me ha tocado vivir. Al principio, practicaba con esos monstruos estridentes y rojos, ya no llamados trolebuses, porque no funcionan por cables aéreos, sino gracias a esos tubos apestosos que sobresalen de su parte posterior. Luego, lo intentaba con los trenes subterráneos, de pie, erguido, en las vías. Todas las veces, justo en el momento en que sus faros parecían impactar en mi blanda piel, me despertaba en algún rincón de esta ciudad, extraña para mí.
Estos intentos no son ajenos a la visión que, cada día, tengo de éste, el que un día fue mi lugar. Edificios horrendos, rectas y ateas líneas decoran las manzanas de Sardá, que en paz descanse. No hay vida, ni naturaleza, todo es gris. Sólo alguna edificación, entre tanta sordidez, alegra mi vieja y deteriorada vista. Cuando la tristeza inunda mi ser, suelo amontonarme en la cola con los turistas en la Casa Milá, recordando épocas mejores.
La mayor parte del tiempo lo dedico a los rezos que, invariablemente, llevo a cabo cada día, en diferentes templos de la ciudad. También disfruto de algunos buenos ratos siguiendo al Barcelona Club de Football, del cual soy socio desde hace unos años. Estoy convencido de que, fruto de mis ruegos, son la última Champions y, desde luego, las filigranas de Messi.
Luego, ya tarde, desde mi minúsculo piso de renta antigua de la calle Mallorca esquina con Cerdeña, observo, noche tras noche, cómo evoluciona mi obra. Desvelado, me dirijo, guiado por la tenue luz del candil, a mi destartalado dormitorio. Después de los obligados rezos nocturnos al pie de la cama, acepto unos cuantos amigos en Facebook e introduzco un nuevo post en mi blog, mientras engullo, como siempre, una natilla con chips ahoy.

Tres, seis, nueve…


Doce, quince, dieciocho, veintiuno, … había cogido mucha práctica con los años. Lo cierto es que, de dos en dos, siempre le había sido más fácil que de tres en tres, sobre todo de niña. Ahora tenía un nivel experto que hubiera dejado boquiabierto a cualquier catedrático de Psicología Básica. Era capaz de contar hasta de dieciocho en dieciocho, en un trayecto de unos diez minutos, a unos sesenta por hora. Mientras seguía con las manos agarradas fuertemente al volante, los dientes le rechinaban. Lo peor eran las líneas continuas, interrumpían el proceso.
Papá no siempre había estado todo lo simpático que una niña podría desear. Entonces, más que las líneas discontinuas de la carretera, contaba cosas que estuvieran a su alcance. Las baldosas del baño. Los libros de los estantes de la biblioteca. Las ventanas de los edificios. Cualquier cosa que hiciera que él no se desabrochara el cinturón. Si se equivocaba, si se descontaba, una sensación de terror invadía todo su ser. Entonces, sabía que por la noche podía esperar lo peor. Si acertaba, seguramente también. La estadística era demoledora.
Sabía que cuanto más nerviosa estaba, más aceleraba iba. Su cabeza. Por fuera, todo parecía en calma, con sus gestos calculados y sus movimientos milimetrados. En el trabajo, su jefe no parecía sospechar nada en absoluto. Ni sus compañeros, aunque algunos la miraban extrañados cuando se quedaba con la mirada fija en la cinta transportadora de envasado. 
Nunca se le hubiera ocurrido explicárselo a nadie de su entorno. Especialmente a su marido. Era su más terrible secreto. Intuía que el pequeño ya lo había empezado a hacer. Tenía ocho y desde hacía aproximadamente un año, cuando lo llevaba al colegio, podía leer en sus labios, mirando hacia al suelo, uno, dos, tres, … de momento, de uno en uno. La mayor no había sido tan precoz. Hasta los nueve o diez años, diría, no había empezado.
Ella, por si acaso, seguía contando. Como ellos. Los tres tenían la esperanza que él, al llegar a casa, estuviera más simpático que el día anterior. La estadística jugaba en su contra.

Semana


Día 1
Como puntitos negros. Ovalados y negros. O marrones, no sé. Delante de mí, en la puerta del armario. Se mueven. Incluso parece que revolotean. Acabo de fregar los platos. Aplasto unos cuantos. Quedan las manchas en la puerta blanca. También un rastro de fairy y agua, que se escurre, hacia abajo. Una sensación fría se apodera de mi cuero cabelludo.
Abro el armario que queda encima de los fogones. Los tés, el poleo-menta, Cola-Cao, un tarro de miel, la bolsa de los cereales, con la pinza puesta. Hay unos cuantos, esparcidos por aquí y por allá. Retiro el contenido de los estantes. Ahí están. Arriba, abajo, en las paredes, izquierda y derecha. Cojo la bayeta, los aplasto a todos. Me pica el cuerpo. Las piernas, los hombros. No consigo sacarme la sensación de encima.
En la encimera, miro el contenido de las bolsitas de los tés, la caja del poleo menta. También desenrosco la tapa del Cola-Cao. Es imposible destapar el tarro de miel. Viene a mi cabeza un anuncio de super-glue de los noventa. Se mueven al fondo de las bolsitas. También de la caja. El Cola-Cao permanece virgen. Miro a trasluz el frasco de miel. Limpio. Se salvan. El resto, a la basura. El sudor recorre mi espalda.
Día 2
La leche ha hervido. Mierda de microondas. Un anillo marrón marca la parte superior de la taza. Al fondo, un poco de líquido blanco aún con burbujas. Al coger la bayeta, veo dos puntitos negros, marrones, en la puerta del trasto. Miro hacia arriba. La puerta del armario que queda justo encima está adornada con tres más. Uno desaparece. Definitivamente, vuelan.
Saco el contenido del armario. Una caja con herramientas y restos de montajes de Ikea. Nada que parezca útil. Manetas, tornillos, cosas inclasificables, diez llaves allen. También un martillo. Destornilladores. Están por todos lados. Decido tirar a la basura el contenido. Menos las llaves allen, el martillo y los destornilladores. Les paso la bayeta. Arraso con el interior del armario. Blanco de nuevo. Bien.
Uno, negro, quizás marrón, instalado en mi pantorrilla. Ha debido volar desde el armario. Lo aniquilo sin dificultad. Una punzada fría me golpea la nuca. Mierda.
Día 3
Insertar número de páginas. Ya está. Documento acabado y revisado. Algo inesperado en el monitor. No puedo apartar la mirada. Contengo la respiración. Un punto en medio de dos párrafos. Aporreo con todas mis fuerzas el teclado. ¿Desea guardar los cambios en Traducción de Escritos de un viejo decente_versión definitiva.doc? Vuelvo a golpear, frenético. La pantalla se queda en negro.
Se reinicia. Miro de nuevo, con detenimiento. Mi corazón parece que se para. Una mota de polvo. O algo. No son ellos.
Día 4
Noche de miércoles. Noche de Champions. Bikinis y cervezas. Charlo con el resto. Iniesta hace una jugada imposible con Pedro, Fábregas mediante. Casi gol. Todos gritan en el sofá. Yo no puedo apartar la mirada del televisor. De la cabeza de Guardiola parece que hay uno dispuesto a punto de saltar. Nadie parece verlo.
Durante el anuncio de Heineken dos más. Lo comento. ¿Pero qué dices? Parece que sólo yo los veo. Ahora tres. ¿Alguna birra más? Me giro, al volver la mirada, han desaparecido.
Día 5
Sábana bajera. Joder cómo cuesta, no es de la medida del colchón. Las fundas en las almohadas. Miro delante de mí. La puerta corredera del armario ropero está entreabierta. Marrón, o negro, a la altura de mis ojos. De golpe, desaparece. Giro la cabeza. Está ahí, en medio de la sábana blanca, entre dos arrugas. Salgo de la habitación. Cierro la puerta. El corazón me va a mil. Esa noche duermo en el sofá.
Día 6
La pasta en el cepillo. Al introducirlo en mi boca, puedo verlo a través del espejo, en el mango. Lo agito. Desaparece. Vuelvo a mirar al espejo. Hay cuatro, distribuidos, dos en la parte superior, dos juntos en la esquina izquierda inferior. Lanzo un manotazo. Una raja cruza el espejo, en diagonal. Pequeñas grietas surgen, dibujando afluentes en diferentes direcciones.
Mi cara reflejada parece un Picasso. Miro mi mano izquierda. La sangre brota de la palma. Noto algo en el hombro derecho. Puedo notarlos. Mi brazo derecho chorrea saliva, dentífrico y agua. Tengo todos los pelos de mi cuerpo erizados. Todos.
Día 7
Precinto. Vuelta entera. Ya está. La última caja. Escribo con el rotulador. Libros y CD’s. El camión de la mudanza no puede tardar mucho. Miro la caja del ordenador. Encima de ella, tres más. Una extraña sensación de miedo recorre mi cuerpo. Noto algo en la rodilla derecha. También en el dedo gordo del pie izquierdo. No quiero mirar. Rompo a llorar.

El ruido


¡Despierta! ¡Despierta de una puta vez!  ¿Es que no lo oyes? Una especie de crujido. No, más bien un aullido. O como si se abriera o cerrara una puerta con las bisagras oxidadas. Eso es lo que me parece oír. Medio en sueños. Te dije que se oía algo. Viene del lavabo. Sí, sí, seguro. ¿Lo oyes o no? Sí, es cierto, lo oigo claramente. Me vence el sueño y me vuelvo a dormir.
Hace poco más de dos semanas que nos hemos mudado. Escuchamos ruidos extraños. Por la noche, nunca por el día. Nunca coinciden en la misma habitación en la que estamos. Como gruñidos. Solemos bromear acerca de que el piso está poseído. Que habita en él un fantasma. La antigua inquilina, una anciana que había muerto de vieja, eso dicen los vecinos, más cerca de los cien que de los noventa, hace sólo unos meses.
Al día siguiente no parezco ser la persona más popular por aquí. Me dijiste que te despertara si volvía a oír ruidos extraños. Te volviste a dormir. Tenía miedo. Estaba cagada de miedo. Tiene razón. Lo cierto es que medio dormido los ruidos me parecieron razonables. O soportables. Simplemente, no molestaban. No parece que esto la convenza. No, no molestan. Pero dime, ¿quién hace esos ruidos?
Luego está la gata. Se comporta de un modo extraño. Por la noche sube a la cama y empieza a maullar. No se queja porque le falta comida. Lo hace como si pidiera ayuda, atención. Como si tuviera miedo. Nunca antes lo había hecho. Es su espíritu, se ha adueñado de su cuerpo. Es esa vieja, que habita en ella. Mírala cómo maúlla. No puedo negarlo. No es la de siempre.
Las dos de la madrugada. Despiertos, en la cama, abrazados. De momento, ningún ruido. Hemos convenido que ninguno de los dos puede dormirse. Estaremos así hasta que oigamos ruidos. El ruido. ¿Y entonces qué? De eso no hemos hablado. La gata permanece sentada, a los pies de la cama. Nos mira fijamente, en silencio.
Así como una bisagra oxidada, como una puerta que se abre… ¿Sabes lo que te digo? Sí, así como… No acaba la frase. Parece que se ha dormido. De repente vuelve a hablar. A emitir sonidos extraños. Está soñando, sin duda. Un escalofrío recorre mi espina dorsal. Un extraño ruido, como el de una puerta abriéndose, con bisagras oxidadas, sale de su boca.

20 horas, hora local

Ocho meses. Concretamente, doscientos cincuenta días. No es que lo cuente. Aparece parpadeando en la pantalla cada día. Desde mi llegada, tengo mi momento delante de la pantalla. A las 20 horas. Hoy hace justamente doscientos cincuenta días.
A las 20 horas, hora local, contacto con mi gente. Me es imposible antes. A las 19 horas, hora local, alguien a quien todos llaman por aquí el jefe, me retiene. Aún considerando que es tarde, él parece tener todo el poder para hacerlo. En contra de mi voluntad, sigue razonando y hablando acerca de estupideces que sólo a los de aquí parece interesar. En mi sitio no es así.
Aún no entiendo el porqué de este destino. Me tocó a mi, sin más. Aquí todo funciona diferente. Todos van a primera hora a esos sitios llamados curro. Todos parecen odiarlo y sin embargo no salen de sus cubículos hasta que han pasado 12 horas. Eso contando las dos horas para impregnarse las corbatas con aromas variados en los locales donde hacen el menú.
En mi lugar los días también tienen 24 horas. Y sin embargo, a las 16 horas, hora de Göteborg, ya estoy en casa. Mi mujer también. De hecho, ella llega antes, a las 15.30 horas, gracias a las políticas de conciliación que existen en mi sitio. Recoge a la niña antes.
Las echo de menos. Acabo de llegar a mi casa provisional aquí, en este mundo. Estoy cansado, muy cansado. Cinco minutos y hablaré con ellas. A las 20 horas, hora local.

El de cinco mil, por favor


Era la tercera llamada en una hora. Había decidido no descolgar esta vez. Menudo hijo de puta. Enfermo. Trastornado. Pensándolo con perspectiva, un año antes lo habría dado todo por él. Por una vez, había descubierto el amor.
El mosso ya le había advertido. Después de la fase agresiva, cambiará de actitud. Será la persona más dulce, le hará sentir la mujer más importante del mundo. Y en ésa estaba, desde hacía una semana. De nuevo el móvil. Por la cabeza se le pasaba una idea recurrente, estúpida. Tenía que cambiar esa estúpida melodía. La odiaba. Tanto como a él. Se sentía culpable sin saber por qué. Pero, sobretodo, sentía miedo, mucho miedo.
Desde la mesa en la que se encontraba podía ver a través de la ventana cómo la gente corría de un lado a otro de la calle, saltando, evitando los charcos. Quizás era una de esas personas empapadas, confusas. Entre las cinco y las seis. Eso le había asegurado. Las seis y cuarto. Sonaba de nuevo el móvil. Mamá. Bueno, al menos no era él. De todas formas, no era el momento. En absoluto. Dejó que el maldito timbre finalmente se desvaneciera.
A la semana de conocerle le había propuesto buscar un piso para irse a vivir juntos. A las dos semanas ya le había gritado más de una vez. Y de dos, y de tres. Antes del mes le había amenazado. A las seis semanas había destruido por completo su autoestima. En medio año lo habían dejado y vuelto unas veinte veces. Sin exagerar. Durante ese infierno que había durado un año, cuatro denuncias. Ninguna solución. Hasta hoy.
Precisamente, entraba por la puerta. Un hombre alto, ancho de espaldas. Había plegado el paraguas y se acercaba con paso firme hacia su mesa. La del fondo, pasada la barra. Así yo la reconoceré a usted. Se arrepentía de haberle llamado, pero ahora le parecía demasiado tarde para echarse atrás. Lo que pasó hacía justamente hace tres días le había convencido definitivamente. La estaba esperando en el portal de su casa, ya de noche. Con un ramo de flores. Huyó de allí al instante. La persiguió tres manzanas, pero al fin pudo entrar en aquel bar.
Al día siguiente no lo dudó. Tenía el teléfono desde hacía un par de meses. El marido de su hermana conocía a uno en el gimnasio que al parecer mantenía negocios no del todo claros, porque algunos empresarios del sector, decía, se las arreglaban para cobrar ciertos impagados de forma contundente. Brutal, llegó a interpretar. Contrataban a profesionales para ello, decía. Y parecía ser que sus servicios se extendían a otros ámbitos.
Cuénteme. Con una fotografía y su número me bastará. Con tres mil, lo tendrá como mínimo dos meses en el hospital. Mil quinientos antes del trabajo. La otra mitad al finalizar. Con cinco mil no volverá a tener noticias suyas. Tres mil antes, dos mil a la finalización.
Lo único que tenía claro era que necesitaba ir al lavabo cuanto antes. Un sabor insoportablemente agrio lo anunciaba. Iba a sacarlo todo por la boca. No se preocupe. Estoy acostumbrado. Descargue y cuando vuelva cerramos el trato. No se preocupe. En absoluto. Estaré aquí esperándole. 

¿Un frapuccino, señor?


El frapuccino, ¿es con hielo, no? Sísí, es granizado, ¿lo quiere de café, con caramelo…? Sí, con caramelo. Tamaño pequeño, mediano, grande… No sé, ¿cómo son? Me muestra los tres tamaños. Pequeño, sí, pequeño. Le podemos poner nata por encima si lo desea. Siembra la  duda. Sí, perfecto, con nata por encima. Son cuatro con treinta. Lo acabo de ver, lo de la nata no es para nada gratuito. Espero al final de la cadena de montaje para recoger mi producto.
Su mensaje decía aquí, no puedo haberme equivocado. Bonito sitio para un segundo encuentro. De hecho es el primero a la luz del día y sobrios. Puede que sea un perfecto imbécil. Si no, no se entiende. En esta ciudad existe todo tipo de locales para tomar un café. Me quedo mirando un grupo de guiris sentados en unos cómodos sofás, al fondo. Diría que todos los clientes son turistas. Se deben sentir como en casa. La globalización en forma de café en vaso de plástico.
Las once y cuarenta y nueve. Como siempre, adelantándome en las citas. Bueno, la verdad es que el granizado éste no está mal. No, nada mal. Ahí estoy, sentado con la última novela en préstamo de la biblioteca del barrio. Tristes días, ahorrando en cultura y gastando en frapuccinos. Bukowski, menudo individuo. Un auténtico animal. “El último escritor maldito de la literatura contemporánea estadounidense”, apunta en la contraportada. Recomendado por un amigo, más bien un amigo de un amigo, que no es lo mismo, como en la ley conmutativa. No es de aplicación en este caso. Está claro que no, de ser mi amigo, no me habría recomendado esta lectura.
Lo había conocido en un bar de ambiente, en la calle Diputació. Se ve que era el favorito de Boris Izaguirre cuando vivía por aquí. Un día que me había dado por salir, salir solo, a la aventura. Cuando salía acompañado lo hacía con un grupo hetero en un entorno hetero. Es lo que me va. Pero esta vez sí, me sumergí hasta el fondo. Lo conocí en la barra, cuando pedía una cerveza. ¿Tú también estás solo? Ahora ya no, le respondí. En el lavabo nos tragamos un poco de m que me había quedado de la última fiesta. Aún puedo sentir la sensación amarga en el paladar.
La verdad es que acaba enganchando la historia. Autobiográfica, según me han dicho. Menudo borracho viejo verde. Después de diez páginas ya veo de qué va el libro. Y me gusta. Las doce y veinte. Se retrasa. Puede que haya cambiado de opinión. No, no, pero si ha sido él quien ha dicho de quedar. No me quiso dar su número. Mejor dame tú el tuyo y ya tendrás noticias mías. Leyendo estas páginas recuerdo porqué le di el mío. Hacía mucho tiempo que no había disfrutado tanto con un tío en la cama. Y en el suelo. Y también en la mesa.
Se me ha acabado el frapuccino y soy incapaz de estar en un sitio sin algo para tomar. Llevo ya treinta páginas y este capullo no aparece. Las doce y cuarenta. Tiempo de cortesía más que suficiente. Cierro el libro, me levanto y me dirijo a la puerta. Antes de empujar el cristal, algo muy dentro de mí me retiene allí. Me giro hacia la barra. ¿Otro frapuccino, señor? Ahora sí, distingo su voz. Y debajo de la sombra de la visera, sus ojos y sus labios. El deseo se apodera de mí al instante.

De buena mañana


En cuanto despierto me doy, me doy a todo y me doy cuenta, cuento, cuento cuánto azúcar en el café y tengo en cuenta lo que esa caja tonta cuenta, de mañana, no siempre de buena mañana, no hoy, quizás mañana o pasado, no ayer, no, pasado mañana, que es futuro, cercano o no, más cerca queda el hoy, hoy que es donde estoy, acabado de vestir, no, acabado no, con mucho por vivir, pero vestido y listo, listo no por no tonto, no, listo por duchado, secado, afeitado, vestido, perfumado, sí, como una lista, no de no tonta, no, lista de participios, no infinitivos, no, que son finitos, que éstos ya, decía, están, y yo estoy, y soy el que está plantado, no como un árbol, no, plantado por las plantas, las de los pies, sí, en la puerta de la segunda planta, no la de los pies, las de casa, dos pisos, paso a paso, no, no paso, salgo a la calle de buena mañana, sí, al final sí, ahora sí, en el presente, ¿y en el futuro? Mañana será, buena sí, deseo, no carnal, no, tampoco vegetariano, deseo de querer, querer estar, deseo de ser, sí, de buena mañana.

La fiera


Poco a poco empezaba a tomar consciencia. Podía notar como partes de su cabeza aún dormida se activaban poco a poco. Se sentía entumecida, en un estado de vigilia-sueño en el que no se reconocía. Con dolor de cabeza, más bien un increíble peso encima de las cejas. La boca seca, un sabor asqueroso, la lengua con un tacto parecido al de la madera. Demasiado bourbon, demasiados cigarrillos.
Ahora que se despertaba empezaba a notar una ligera sensación de malestar por el esófago. Subía y bajaba, desde el estómago hasta la garganta, como una marea. Como cuando era pequeña, donde veraneaba, el mar cubría la arena, dejando un rastro de espuma en la orilla.
Me giré. Estaba allí, de espaldas, de lado. Roncaba. Así, durmiendo, parecía dócil, como una cría de un temible depredador, que parece inofensiva, pero puede matarte aunque sólo quiera jugar contigo. Sudaba, olía a alcohol.
Tenía agujetas en las piernas, en los muslos. Me dolían. También la zona púbica. Las embestidas fuertes, muy fuertes, pocas horas antes. Recordaba el placer, intenso, mezclado con el dolor, agudo, que se sumergía debajo de una agradable sensación, provocada por el alcohol.
Otra vez la marea. No solía beber en exceso. Lo había hecho por él, que insistió. Me dejé llevar, de forma consciente. Lo deseaba, ya lo creo. Desde el mismo momento en que lo conocí  en la barra de aquel bar. Fue él quien se acercó. Fue él quien me invitó. Fue él quien me susurró al oído esos versos embriagadores. Fui yo la que le invitó a tomar la última copa en casa.
Enseguida supe que era una estrella fugaz. Que era un hombre que únicamente podía asegurarme una noche de pasión. Un capítulo de su historia. Un paso breve, muy breve, por su existencia. Yo iba a ser un instrumento para su placer, un objeto de deseo. Sólo eso. Eso hacía que lo deseara aún más.
El sol inundaba la habitación. A través de los haces de luz podía distinguir miles de partículas de polvo en suspensión. Estaba tan ensimismada en mis pensamientos que no me había dado cuenta. La fiera se había despertado. No creo que la resaca fuera un inconveniente para cerrar el capítulo de esta historia. La marea persistía, dejando un rastro de espuma.

Miedo


Hace ya casi una semana. Seis días. Desde entonces todo pasa como si el tiempo se hubiera vuelto loco. Las horas ya no son sesenta minutos y los días pueden ser meses y también segundos, no lo sabe con seguridad. Todo le parece totalmente irreal, incomprensible. No alcanza a entender lo que le está pasando.
Unas horas antes de que le den la noticia, el mundo está aparentemente en orden. Justo después, nada tiene sentido. Por supuesto, cuando piensa en ese momento, sabe que algo puede ir mal. Estas cosas pasan, sí, seguro que entonces algo llega a pensar. Cuando descuelga el móvil, alguna idea funesta se instala en su pecho. Pero nada, nada en absoluto le ha preparado para la conversación que tiene a continuación.
-      Me gustaría que nos viéramos en persona -le dice con voz que a él le suena compasiva-. Será mejor. Créame.
-        ¿Por qué? ¿Finalmente hay algo que no va bien?
-     De verdad. Mejor en persona -le contesta-. ¿Cuándo le va bien pasarse por la consulta? Cuanto antes mejor. Sí, será mucho mejor si puede ser hoy mismo.
Su hijo está jugando en el salón. No parece él. Ni siquiera se atreve a hablarle. Es como un extraño con el que tiene vetado cruzar palabra. De hecho, estos últimos días le cuesta articular una frase con sentido. Es como si algo le estuviera atenazando el pecho. Como en los sueños, cuando quieres gritar pero no te sale nada de la garganta. Su mujer pregunta, intenta poner algo de luz en el asunto. Empieza a estar algo alterada. Sospecha que algo malo pasa, pero no  llega a imaginarse la pesadilla por la que él está pasando.
Recuerda una imagen muy clara y viva de su infancia, con la bicicleta. Su padre sujeta el manillar con una mano y con la otra, el sillín por la parte posterior. Puede ver aún con claridad cómo le suelta y durante unos segundos, él quita los pies de los pedales y va en línea recta a toda velocidad. La sensación en el pecho, sin poder respirar. El recuerdo no va más allá. Ni siquiera puede llegar a ver si finalmente se cae o llega a dominar la bicicleta.
Esa sensación que tantas veces ha vuelto a vivir y que ahora domina todo su ser. La misma que hace que se sienta más solo que nunca. Que sea incapaz de compartir lo que le está pasando. Con nadie, ni con su mujer, con la que está desde hace casi diez años y tiene un niño en común.
Demasiado joven. Estas cosas pasan cuando ya tienes una edad. Con cuarenta y pocos no, no puede ser. Tres horas después de la llamada telefónica está en un elegante despacho, con títulos colgados en la pared y hasta una orla universitaria.
-     Pero es que no lo entiendo. Habrá que repetir el análisis. Dígame que puede ser que se hayan equivocado… -no puede seguir hablando.
-     Mucho me temo que es así. En estos casos es seguro, no hay margen para la duda -el doctor sostiene sus gafas con la mano izquierda mientras acompaña sus palabras con la otra mano-. Lo siento mucho, créame.
Oye las llaves al otro lado de la puerta. Su mujer ya está aquí. Va cargada con bolsas del súper. No puede siquiera dar un paso para ayudarla. Está paralizado. Ella suelta un comentario sarcástico. Llevas unos días que eres todo cariño y atención, ¿eh? Sigue sin poder decir nada. No responde. Va hacia el lavabo. Se encierra y empieza a llorar como nunca antes lo ha hecho.

Noche de Navidad


Va a ser una noche de navidad espléndida. La familia, reencuentros y regalos. También turrón, los mazapanes que no falten. Siempre gustan unas fechas así. Soy un auténtico fan de las luces adornando las calles. La felicidad parece que empieza a asomar. Han sido unos tiempos duros, pero poco a poco todo va quedando atrás.
No lo soportaba. Estos días de reencuentro le parecían especialmente repulsivos. Le asqueaba todo lo que tenía que ver con estas fechas, especialmente los turrones. Y las jodidas luces en las calles. Eso, sobretodo. No podía entender tanta felicidad. La aborrecía.
Decía, estoy feliz. Básicamente feliz. Hace casi un año que él no aparece. Es desagradable. Además, no ha hecho más que traerme problemas. Estuvo a punto de destrozar mi matrimonio. De destrozar a mi mujer, literalmente. Los niños tardaron meses en volver a mirarme a la cara. No les culpo. Tampoco a ella. Es normal.
Los niños. Los odiaba. Casi tanto como a la puta de su mujer. Ni para follar le servía. Y no sólo eso. Desde hacía un año aproximadamente, estaban extrañamente agradables con él. Prefería los tiempos del Centro. Aquello sí que era vida. Dando todo el potencial que llevaba dentro. Creían que esas pastillas lo matarían. Ilusos.
Todo fue por aquel accidente con los cuchillos de cocina. Él escogió el del pan. El más afilado. Fue de noche. Me desperté y me fui a la cocina. Mi mujer me siguió. Sabía que nada bueno podía pasar. Él era capaz de todo. Un acto reflejo, giro, zas. Sólo alcanzó el brazo. Lo recuerdo de forma tenue, como en un sueño.
Su última oportunidad. Lo llevaba planeando desde hacía días, cuando vio el anuncio del kit de cuchillos en teletienda. La convenció para comprarlos. Son el complemento perfecto en cualquier cocina, argumentaba. No le hacía falta cortar una lata de refrescos. Con la carne bastaba. Primero, los niños. Luego, la zorra. Iba a ser algo limpio. Con el cuchillo del pan. Corte, corte y corte. Falló. Le sorprendió, esa mujer, con el sueño ligero, siempre había tenido unos buenos reflejos. Después de aquello, el internamiento.
Ya había pasado mucho desde aquello. Un año, o quizás un siglo. De vuelta a casa. Había costado, pero la confianza parecía que reinaba de nuevo en el hogar. Ella se dejaba tocar de nuevo. Los niños, bueno, los niños no sé. El miedo sigue presente, creo yo. Me gustaría cambiar eso. La medicación ayudaba, sí, seguro.
Esos pequeños bastardos. Tenían un sexto sentido. Le intuían. Podía ver en sus ojos infantiles la expresión de miedo cada vez que se dirigía a ellos. Eran los menos estúpidos de todos. Esperaba que eso no fuera un obstáculo. Ahora nada podía fallar, no, nadie se lo impediría.
He comprado la consola, ésa que pedían los niños. Llevan por lo menos medio año pidiéndola. Todos en su clase la tienen. Se van a poner muy contentos. Mi mujer no lo sabe, pero pedí el dinero prestado a mis padres. Bueno, de hecho, me lo han dado. Quieren ver a los niños felices. No les sobra el dinero, pero son buena gente.
Ésta era una buena ocasión. Una noche de reunión familiar. Los niños, la puta, la hermana de la puta, su estúpido marido, el bebé de la hermana de la puta y del estúpido de su marido, los padres de ella, también los padres de él. Todos juntos.
Tenía muchas ganas. El reencuentro después de un año tan duro. Una noche especial, de amor y fraternidad. Estarían, además de mis padres, los niños y mi mujer, su hermana, mi cuñado y su adorable recién nacido. Una bendición. Ah, y mis suegros. Sí, también muy buena gente. Con la medicación casi todo el mundo parecía buena persona. Benditas pastillas.
Casi le descubre. Tenía que esconderla en un lugar seguro. Nada podía fallar. No esta vez. El altillo, sí, ahí nadie mira. Sólo hay trastos. Cuando la dejó envuelta en un trapo viejo, él intentó evitarlo. Hubo un breve debate, consiguió dominarlo. No sé qué mierdas decía de la familia, el amor, el respeto a la vida. Todo chorradas. Diría que al final el incidente del altillo pasó inadvertido para ese capullo. 
Sí, contento. Sin embargo, hay algo que me preocupa. A pesar de la medicación, de unos meses a esta parte noto sensaciones extrañas. Hago cosas que luego no consigo recordar. Como en un sueño. Ayer, sin ir más lejos, tuve un deja vu al mirar al altillo. He dejado algo allí, algo importante. O no. Pero si sólo hay trastos. Me viene a la cabeza algo familiar, de niño, oliéndome las manos después de una tarde en la caseta del tiro al blanco de la feria. Bueno, no dejaré que esa tontería enturbie el día de hoy.
Bien, bien, bien. Los niños y la puta, esperando en el coche. Ansiando, como yo, la reunión familiar. Los niños, cantando villancicos. Eso era lo peor. Sólo le faltaba una cosa. Sí, dos minutos, cariño, es que me he dejado una sorpresa en el altillo. No, no la puedes ver por el momento, cariño. Dios, cómo odiaba a esa zorra.
Camino hacia casa de mis padres. Iba a ser una noche especial. La familia, los turrones, los regalos. Los niños cantaban villancicos. Parecían más relajados que de costumbre. Desde el accidente que estaban un poco tensos con mi presencia. Mi mujer pregunta con una gran sonrisa, dime qué es lo que escondías en el altillo. No conseguía recordar en absoluto nada al respecto. La memoria me fallaba un poco. Cosa de las pastillas, supongo. Pero había aprendido a lidiar este tipo de situaciones. Simplemente las dejaba pasar.
Las luces de los faros alumbrando el jardín. Habían llegado. Al fin. En la puerta, engalanada con estridentes y asquerosas luces de navidad, esperaban todos, de pie, con caras de felicidad, saludando. Y ella seguía con lo de la sorpresa. Cómo insistía, la muy imbécil. Sí, cariño, no seas impaciente, ahora la saco del maletero. Va a ser una noche de navidad espléndida.

Joajana


Magran. Sí, definitivamente, ése era su día preferido de la semana. Ni suque ni gauda, magran. No llegaba a comprender el porqué, pero de los ocho días de la semana, ése era el mejor. La comida sabía diferente, sí, así como con una textura más suave. Había menos ruido y, sobre todo, Yebel paraba menos por casa. Eso era lo mejor.
Adoraba a Quinea. Era dulce y tierna. Le hacía sentir bien. Su olor era inconfundible, una mezcla entre canela, cebolla y detergente. Venía todos los días y, a diferencia del resto,  estaba sólo unas horas por la mañana. Se dedicaba a cocinar, quitar el polvo a los muebles y ordenar la casa. Aunque pasara ese absurdo y horrible aparato por el suelo, la adoraba. Eso sí, un día de éstos, le pensaba decir cuatro palabras acerca de la conveniencia del uso del aspirador en su presencia.
Qué decir de Lodor. Al parecer, era el jefe supremo. Lo sabía porque el resto le hacía caso sin poner demasiadas objeciones. Se marchaba por la mañana temprano, el primero, antes de que los otros se levantaran, y llegaba tarde, cuando ya todos estaban cenando. Solemne, alto, con voz grave. Solía ir muy elegante, con su traje, su corbata y sus mocasines. Esos zapatos le encantaban. No eran unos cualquiera. A diferencia de los zapatos de los otros, éstos eran de una piel vacuna de calidad indiscutible. Su olor, excelente. Era lo que más le gustaba de él.
También estaba Sura, con la cual mantenía una turbulenta relación de amor-odio. Tan pronto le hacía sentir la reina de la casa como le gritaba, de forma incomprensible, porque recitaba unos versos de Neruda en su momento de inspiración, a las dos de la mañana. No lo entendía. ¿Acaso le reprochaba ella su mal gusto combinando blusas y complementos? De todas formas, por lo que aprendió con los años, era la encargada de ponerle de comer. Eso, sin duda alguna, le confería un aura de Diosa. Sí, con mayúsculas.
De vez en cuando, una vez cada treinta o cuarenta días, había calculado, de forma aproximada, Lodor y Sura hacían extraños ruidos en el cuarto donde dormían. Diría que se peleaban, o algo parecido. Chillaban, ambos. No entendía porqué se hacían daño el uno al otro. Su preocupación, sin embargo, iba más allá. Los odiaba, porque cerraban la puerta. No había peor cosa que una puerta cerrada.
Y luego estaba Yebel. Aún no entendía porqué ese estúpido niño, que no paraba de cogerla, achucharla y besuquearla todo el rato (sinceramente, le provocaba náuseas) insistía en llamarla misha o, peor, pretender que su nombre era Xara. ¡Que no, su madre le puso Joajana! Un día de éstos, cogía la puerta y se largaba escaleras abajo a pedir asilo político al vecino del cuarto tercera.

Urquinaona, línea uno


Hostafrancs. Quedan seis paradas. Desde Mercat Nou tengo algo en el estómago, algo así como una serpiente, como ésas que salen en los documentales de después de comer. Repta, repta. En Espanya querrá salir por la boca. Cambio de posición, el peso en la otra pierna. La mochila, mejor en el suelo. A estas horas es difícil acomodarse ni siquiera de pie.
Me enteré ayer. Llevaba casi una semana intentando no pensar, alargándolo, dejándolo de lado. Pero ayer sí. Lo hice sola, no tenía valor para contárselo a nadie, tampoco a mi mejor amiga. Mamá me dio diez euros, para comprar un libro de inglés, le dije. Siete con cuarenta y nueve euros, en la farmacia de Rambla Marina. Con los dos con cincuenta y uno arrasé en la tienda de chuches.
Nunca aciertan con la temperatura por estas fechas. No es suficiente frío para seguir con la calefacción. Aún poco calor para poner ya el aire acondicionado. En concreto, a las ocho y treinta y nueve de la mañana, con el vagón al límite de su capacidad, el calor se hace insoportable. O así lo noto yo. Puede que sean las hormonas. Eso estudié en Ciencias Naturales, se ve que afecta nuestro termostato.
Ahí iba yo, con mis regalices, mis espirales y mis ladrillos de gominola en la mano, en su bolsa de plástico. Lo otro no, lo llevaba guardado en la mochila. Me había preocupado por comprarlo en una farmacia que estuviera lejos de casa, por el barrio, pero que no conocieran a mi madre. En el mostrador, me habían mirado con ojos de asombro, seguro que aún me estarían juzgando, comentándolo con el resto de clientes. Mi madre no llegaría hasta las siete o así. Ya en casa, en el lavabo, finalmente salió el chorro. Engullí los ladrillos que me quedaban mientras esperaba sentada en el sofá. El sabor se mezclaba con las lágrimas que entraban en mi boca. Odio esperar.
Noto cómo quiere salir. Está en la garganta. Trago saliva. Rocafort. No me había dado cuenta, pero tenía los ojos cerrados. Al abrirlos, veo cómo una mujer me mira fijamente. Estoy a punto de decirle que se lea un libro o el 20 minutos o las chorradas que lean las mujeres mayores. No me imagino así con treinta años. Espero ser más discreta. Le dedico una de mis miradas asesinas. Ya está, baja la mirada. Vuelvo a cerrar los ojos.
No sé cómo se lo plantearé. No he podido dormir en toda la noche. Habíamos quedado que no sería nada serio. Un rollito. Bueno, él había quedado en eso. Creo que también está liado con la pelandrusca ésa de su clase. Seguro que ella le hace todas las guarradas que le pide. Qué asco. Con sólo pensarlo asoma por la boca. Lucho con mi lengua, venga, va, para abajo, vuelve a tu madriguera. Mucho mejor, no salgas de ahí. Catalunya.
Mi madre que si estoy un poco rara, que si llevo unas semanas ausente. Pienso en ella y vuelve a subir. Arrastrándose por el esófago. Más que unas semanas, este trimestre no sé qué te pasa, mi niña. Una chica como yo. Buena estudiante. Y ahora, sólo tres notables, ningún excelente. ¿Es por lo de ese chico mayor? No sé cómo se ha enterado. Supongo que las madres lo saben todo. Traga, traga, bien, otra vez para abajo.
Abro los ojos. Se oye el pitido de aviso cuando se cierran las puertas. Próxima parada, Arc de Triomf. Mierda. Me he pasado de parada. Bueno, ya daré la vuelta. O mejor, me bajo y camino un rato. A lo mejor quiere ser mi chico. Sólo mío, quiero decir. ¿Y qué hacemos con el tema? Sólo pensarlo, vuelve a retorcerse. Por más que lo intento, el estómago se le queda pequeño, y sube, sube.

Como Nicolas Cage


Todo el vodka en la nevera no cabía. Los cartones de Marlboro, esperando en la mesa. La casa, a oscuras, con las persianas bajadas. El móvil, desconectado, aunque no recibía una llamada desde hacia semanas. Era el ritual. Volvía al útero materno, donde nadie podía hacerle daño, donde estaba seguro, donde mamá le cuidaría. Allí no le faltaba de nada.
Lo había hecho tantas veces. Repetía la situación una y otra vez, día tras día. Como Nicholas Cage en Leaving Las Vegas, de alguna forma real y alocada. Sin embargo, no era un escritor fracasado, simplemente un personaje anónimo que deseaba huir de la realidad.
Una vez leyó en una revista en la consulta del médico que las adicciones suelen cubrir las necesidades ocultas que el adicto es incapaz de identificar. Cubrir, que no satisfacer. Algo así como que el alcohol funciona de llave maestra para tapar las necesidades relacionales, emocionales o intelectuales. Hacía tiempo que ya no sabía cuáles eran sus necesidades. Y no le importaba lo más mínimo.
Ahora era diferente. No sería en Las Vegas. Sería en un piso oscuro de una ciudad que en tiempos pasados no le parecía tan oscura como ahora. ¿Cuántas botellas tendría que beber? ¿Cuáles serían sus últimos pensamientos en estado de consciencia?
La verdad es que eso del alcohol siempre se le había dado bien. Había empezado en primero de Bachillerato, cuando se saltaba las clases con los amigos, para tomar unas cervezas. Luego, simplemente, Él le acompañó, en la universidad, en su época de soltero desenfrenado, incluso cuando empezó a tener parejas más o menos estables.
En las noches solitarias ante el televisor, en casa, nunca faltaba el whisky de buenas noches. Y solo. Porque solo le gustaba estar. No es que fuera un inadaptado social. Las relaciones personales no se le daban mal. Las mujeres le interesaban, a quién no. Tenía amigos, los justos, pero buenos. Necesitaba su propio espacio y parece ser que ese espacio necesitaba de una botella con algunos grados etílicos. 
Hasta que la conoció. Ella le cambió un poco todo. Le cambió todo mucho. Le descolocó y su universo se volvió del revés. Algunos le llaman a eso enamoramiento e incluso amor. Puede servir para este caso. Entonces dejó el alcohol. Para ser más precisos, espació su consumo. Ya no lo necesitaba, porque había encontrado un sustituto, con larga melena, voz suave y femenina. Aún así, diría que Él siempre estuvo allí, esperando una oportunidad para reaparecer en su vida, con más fuerza y capacidad de destrucción que nunca.
Apareció la oportunidad y Él no la desaprovechó. Fue una noche, volviendo en coche de casa de unos amigos. Una noche lluviosa. Una cena con demasiadas copas de vino. Él lo había preparado todo. Lo peor no fue que ella estuviera embarazada. Ni siquiera que fuera culpa suya. No. La curva estaba allí, el pedal del freno también. Había revivido tantas veces aquel momento. Lo peor era que él había sobrevivido.
El juez fue benévolo. Al parecer había atenuantes. No sé qué entienden por atenuantes, porque su sentimiento de culpabilidad se agravaba a medida que pasaba el tiempo. Estaba muerto como ella, pero en vida. Hacía ya tres años.
Inmediatamente después del accidente, Él irrumpió de nuevo de la forma más salvaje y grosera. Huía de su responsabilidad, con sentimientos de culpa que le llevaban directo al abismo, habría podido leer en la revista de la consulta del médico. Había decidido precipitar la caída. De una vez por todas.
Abrió la nevera, cogió un vaso, sin hielo. Él se iba a emplear a fondo.