Noche de Navidad


Va a ser una noche de navidad espléndida. La familia, reencuentros y regalos. También turrón, los mazapanes que no falten. Siempre gustan unas fechas así. Soy un auténtico fan de las luces adornando las calles. La felicidad parece que empieza a asomar. Han sido unos tiempos duros, pero poco a poco todo va quedando atrás.
No lo soportaba. Estos días de reencuentro le parecían especialmente repulsivos. Le asqueaba todo lo que tenía que ver con estas fechas, especialmente los turrones. Y las jodidas luces en las calles. Eso, sobretodo. No podía entender tanta felicidad. La aborrecía.
Decía, estoy feliz. Básicamente feliz. Hace casi un año que él no aparece. Es desagradable. Además, no ha hecho más que traerme problemas. Estuvo a punto de destrozar mi matrimonio. De destrozar a mi mujer, literalmente. Los niños tardaron meses en volver a mirarme a la cara. No les culpo. Tampoco a ella. Es normal.
Los niños. Los odiaba. Casi tanto como a la puta de su mujer. Ni para follar le servía. Y no sólo eso. Desde hacía un año aproximadamente, estaban extrañamente agradables con él. Prefería los tiempos del Centro. Aquello sí que era vida. Dando todo el potencial que llevaba dentro. Creían que esas pastillas lo matarían. Ilusos.
Todo fue por aquel accidente con los cuchillos de cocina. Él escogió el del pan. El más afilado. Fue de noche. Me desperté y me fui a la cocina. Mi mujer me siguió. Sabía que nada bueno podía pasar. Él era capaz de todo. Un acto reflejo, giro, zas. Sólo alcanzó el brazo. Lo recuerdo de forma tenue, como en un sueño.
Su última oportunidad. Lo llevaba planeando desde hacía días, cuando vio el anuncio del kit de cuchillos en teletienda. La convenció para comprarlos. Son el complemento perfecto en cualquier cocina, argumentaba. No le hacía falta cortar una lata de refrescos. Con la carne bastaba. Primero, los niños. Luego, la zorra. Iba a ser algo limpio. Con el cuchillo del pan. Corte, corte y corte. Falló. Le sorprendió, esa mujer, con el sueño ligero, siempre había tenido unos buenos reflejos. Después de aquello, el internamiento.
Ya había pasado mucho desde aquello. Un año, o quizás un siglo. De vuelta a casa. Había costado, pero la confianza parecía que reinaba de nuevo en el hogar. Ella se dejaba tocar de nuevo. Los niños, bueno, los niños no sé. El miedo sigue presente, creo yo. Me gustaría cambiar eso. La medicación ayudaba, sí, seguro.
Esos pequeños bastardos. Tenían un sexto sentido. Le intuían. Podía ver en sus ojos infantiles la expresión de miedo cada vez que se dirigía a ellos. Eran los menos estúpidos de todos. Esperaba que eso no fuera un obstáculo. Ahora nada podía fallar, no, nadie se lo impediría.
He comprado la consola, ésa que pedían los niños. Llevan por lo menos medio año pidiéndola. Todos en su clase la tienen. Se van a poner muy contentos. Mi mujer no lo sabe, pero pedí el dinero prestado a mis padres. Bueno, de hecho, me lo han dado. Quieren ver a los niños felices. No les sobra el dinero, pero son buena gente.
Ésta era una buena ocasión. Una noche de reunión familiar. Los niños, la puta, la hermana de la puta, su estúpido marido, el bebé de la hermana de la puta y del estúpido de su marido, los padres de ella, también los padres de él. Todos juntos.
Tenía muchas ganas. El reencuentro después de un año tan duro. Una noche especial, de amor y fraternidad. Estarían, además de mis padres, los niños y mi mujer, su hermana, mi cuñado y su adorable recién nacido. Una bendición. Ah, y mis suegros. Sí, también muy buena gente. Con la medicación casi todo el mundo parecía buena persona. Benditas pastillas.
Casi le descubre. Tenía que esconderla en un lugar seguro. Nada podía fallar. No esta vez. El altillo, sí, ahí nadie mira. Sólo hay trastos. Cuando la dejó envuelta en un trapo viejo, él intentó evitarlo. Hubo un breve debate, consiguió dominarlo. No sé qué mierdas decía de la familia, el amor, el respeto a la vida. Todo chorradas. Diría que al final el incidente del altillo pasó inadvertido para ese capullo. 
Sí, contento. Sin embargo, hay algo que me preocupa. A pesar de la medicación, de unos meses a esta parte noto sensaciones extrañas. Hago cosas que luego no consigo recordar. Como en un sueño. Ayer, sin ir más lejos, tuve un deja vu al mirar al altillo. He dejado algo allí, algo importante. O no. Pero si sólo hay trastos. Me viene a la cabeza algo familiar, de niño, oliéndome las manos después de una tarde en la caseta del tiro al blanco de la feria. Bueno, no dejaré que esa tontería enturbie el día de hoy.
Bien, bien, bien. Los niños y la puta, esperando en el coche. Ansiando, como yo, la reunión familiar. Los niños, cantando villancicos. Eso era lo peor. Sólo le faltaba una cosa. Sí, dos minutos, cariño, es que me he dejado una sorpresa en el altillo. No, no la puedes ver por el momento, cariño. Dios, cómo odiaba a esa zorra.
Camino hacia casa de mis padres. Iba a ser una noche especial. La familia, los turrones, los regalos. Los niños cantaban villancicos. Parecían más relajados que de costumbre. Desde el accidente que estaban un poco tensos con mi presencia. Mi mujer pregunta con una gran sonrisa, dime qué es lo que escondías en el altillo. No conseguía recordar en absoluto nada al respecto. La memoria me fallaba un poco. Cosa de las pastillas, supongo. Pero había aprendido a lidiar este tipo de situaciones. Simplemente las dejaba pasar.
Las luces de los faros alumbrando el jardín. Habían llegado. Al fin. En la puerta, engalanada con estridentes y asquerosas luces de navidad, esperaban todos, de pie, con caras de felicidad, saludando. Y ella seguía con lo de la sorpresa. Cómo insistía, la muy imbécil. Sí, cariño, no seas impaciente, ahora la saco del maletero. Va a ser una noche de navidad espléndida.

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