Silencio, por favor


Se habían citado a las diez. El lugar lo había escogido ella. Aunque en un principio le había parecido impropio, podía servir. Por qué no. Era una transacción. Una simple transacción. Era un lugar discreto, se preguntaba, bueno, quizás no, pero al fin y al cabo, era un lugar. Oscuro, podía intuir, ya en el vestíbulo. No del tipo siniestro, no, más bien oscuro, digamos, a lo Casablanca. Como la película. No llevaba gabardina. Tampoco fumaba, hacía dos años que lo había dejado, le había costado lo suyo, pero con fuerza de voluntad y sin nicorette lo había conseguido. No estaba Sam, aunque no paraba de sonar una melodía, sacada, seguro, de Lawrence de Arabia. Olor a pachulí. Y gente esperando. Siempre colas, el mal endémico de esta sociedad.
Los techos de la entrada, exageradamente altos. Era una bóveda que parecía tallada en roca. Así como auténtica pero a la vez sacada de contexto, la verdad es que conseguía su objetivo. Uno se sumergía en otro mundo.
Con veinte años, ella parecía ser todo lo que necesitaba. Domingos por la tarde de enamorados. Cenas románticas. Sexo desenfrenado a todas horas. Risas. Eso sí que era amor. Lo era. ¿Lo era? Bueno, eso parecía. Sus labios, su pelo y su piel, también su voz, suave y tierna. Todo lo que necesitaba.
No sabría decir cuándo empezó a torcerse la cosa. Se querían. Ella, bueno, ella decía que sí, aunque claro, no estaba dentro de su cabeza como para poder asegurarlo al cien por cien. Él, sí, creía que sí. De hecho, en aquel momento, podía recordar que claro, cómo no, seguro. Sin embargo, el paso de los años podía haber distorsionado el recuerdo. Ya ni siquiera sabía quién era. Como para recordar acerca de sus sentimientos veinte años atrás.
Ah, parece que ya le tocaba. Instrucciones concisas. Sonrisas mesuradas y calculadas. Buenos modos. Pedían silencio. Silencio, por favor, y ante todo, relájese usted. Muchas gracias, lo intentaré. No era estúpido, unos baños árabes son para relajar cuerpo y mente, sí, sí, ante todo silencio. 
Y el olor a pachulí seguía ahí, haciéndose sitio entre los pelillos de sus fosas nasales. Esos pelillos que un día de éstos se tenía que volver a cortar. Desde que había cumplido cuarenta que aquello crecía de forma salvaje. De aquí a nada, ya verás, le decía su padre, que casi tocaba con los dedos los setenta, también te saldrán por las orejas. Qué asco.
Los críos. Puede que fuera ése el problema. Cuando ella se quedó embarazada dijeron, por qué no. Y aquello se repitió, si el primer por qué no fue niña, el segundo fue niño. Sería injusto echarles la culpa. Realmente fue una transición natural en su relación. Tocaba eso. La familia, el gran pilar de la sociedad.
El bañador se le había quedado pequeño. Se había encogido por lavarlo en esa maldita lavadora de soltero,  de piso diminuto de soltero, de barrio, sí, de soltero. Demasiados centrifugados. O demasiadas cenas con amigos. Ellos pensaban que le consolaban, con sus arengas, la vida sigue, es lo mejor para los dos y toda esa basura. Definitivamente, se había engordado unos quilos. La goma le apretaba las caderas. Casi seguro que por la noche seguía con el surco en la piel, por gordinflón.
No entendía por qué demonios había escogido ese sitio. Típico de ella. Después de tantos gritos y tenía que quedar en un lugar donde la única exigencia, además de llevar bañador y no dejarse la toalla abandonada, por favor, recuerde no dejársela, la necesita usted, era estar en silencio, procure no molestar al resto de usuarios.
Qué les había pasado. En qué punto dejaron de quererse. Si acaso se habían querido alguna vez. O es que realmente no habían dejado de quererse. La cabeza le daba vueltas. Pasados los cuarenta, la vida se ve de forma diferente. Con, digamos, vértigo. Sería por tener por casa a unos casi adolescentes explicando sus problemas, los mismos que hacía bien poco aún recordaba como propios. Aún así quería a su familia. Adoraba a sus hijos. Y a ella, bueno, a ella, no lo sabía. Demasiadas recriminaciones. Y sin embargo, cada noche aparecía, furtiva, clandestina, entrometida, en el hueco que dejaba la enorme cama doble vacía, incompleta.
Salida de los vestuarios. Se sentía ridículo con ese bañador, los michelines asomando. Menos mal que eso del culto al cuerpo no se había extendido tanto como los puñeteros anuncios de colonia quisieran. Eau de abdominal. A la mierda. Era uno más del montón. Un bulto amorfo más. El encuentro estaba cerca. La verdad es que tenían poco que hablar. Sólo era una firma. Se preguntaba si le habrían dejado llevar consigo los papeles y la pluma. Porque, para esas cosas, el bolígrafo no podía ser. Malditos abogados.
A medida que descendía al lugar de encuentro, subían unos sinuosos vapores. Claro, son aguas termales. A cada paso, escalón a escalón, más seguro estaba. Por qué no probarlo de nuevo, una vez más. Sí, se lo diría, sólo una vez más, por favor. Bueno, sin humillarse. Bien pensado, por qué querría ella quedar en un lugar así para certificar la separación. Puede que también pensara en intentarlo de nuevo. Sí, era eso, ella quería volver. O no. Silencio, por favor, le espetaba una empleada, los nervios le estaban jugando una mala pasada, sin darse cuenta estaba suplicando, a gritos, otra oportunidad. Vale, vale, silencio, por favor.    

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