El barrendero

¡Y que no vuelva a oír a mi hijo decir algo del amigo de su madre! Uniforme fosforescente, amarillo, tirando a verde. Escoba en mano. ¡No, no, no me vengas con ésas! Grita mucho, como si pretendiera que la persona al otro lado del móvil la escuchara, con o sin teléfono, en la distancia. Sus alaridos resuenan en la calle desierta. Su paso acelerado, siguiendo el ritmo que se intuye en la conversación. ¡No, que no te caliente la cabeza, no! De repente, un estruendo de bocinas de coche inundan la escena. Provienen de la calle de arriba. ¡Te la caliento lo que te la tenga que calentar! Su figura corpulenta avanza hacia mí, cada vez más grande, aumentando el volumen de su voz. 
¡Que te calles la boca! Llega a todos los rincones de mi cabeza. Justo en ese instante, pasa a mi lado. Tan cerca que una gota de saliva impacta en mi mejilla. Eso me parece. Habla con todo el cuerpo. ¡Que te calles te digo! Sí, tan cerca que llego a distinguir los capilares reventados, en sus mejillas.

Las ocho y cuarto de la mañana. Uno, dos, tres, diez pasos más y sus palabras se pierden. ¡No me jodas!, me parece intuir. Izquierda, derecha, paso, paso, ya está, su voz se pierde del todo.
En ese momento, me percato que ni siquiera me ha mirado. No ha reparado en mí. Yo, una mancha momentánea en su visión. Me giro, lo veo, ahora de espaldas, caminando con grandes zancadas. La escoba, arrastrándose por la acera.
La conversación sigue en mi cabeza. Un matrimonio roto. Otro más. Me imagino al chaval, jugando con la Play, sentado en el suelo del comedor, indiferente al nuevo novio de su madre, que entra por la puerta de casa. Dónde coño se ha metido tu madre, es casi la hora de cenar, estoy hambriento, le grita. El niño, sin responder, teme a aquél hombre tanto como a su padre.
La madre, a esa misma hora, coge el último tren que le lleva al hogar, en el extrarradio. Todo el día limpiando. Por la mañana, en una casa de la parte alta de la ciudad. Una familia bien, con dinero, todo el que ella nunca tendrá. Por la tarde-noche, en unas oficinas céntricas, todas de vidrio oscuro, elegantes. Los trajeados, como les llamaba ella, apenas la saludaban, al salir. Ella, iba con prisas, como siempre. Llegaba tarde para hacer la cena. Sólo esperaba que él se entretuviera un poco más en el bar, como de costumbre. Y que no se enfadara. Sobretodo, que no la tomara con el niño. En el tren, sus pensamientos se mezclaban con el cansancio, cada vez más presente. Al pasar un hombre mayor por el vagón, le vino a la cabeza la imagen de su padre. Ese auténtico hijo de puta. Aunque su hermana lo defendiera, al menos no abusó de nosotras, solía decir, a ella las palizas de ese borracho la habían marcado para siempre. Los hombres eran así, pensaba, no se podía hacer nada. Violentos por naturaleza.
Y el barrendero, después de una dura jornada de trabajo, metido en el bar, casi podía verlo como si lo tuviera delante. Seguía gritando. A su lado, asintiendo, lo que se suponía que era un amigo, mas bien un compañero de borracheras. El día menos pensado, me planto en casa de esa puta. Ya verás. Su cara, roja, su boca, escupiendo las palabras a duras penas.
Hace más de una semana de aquel encuentro con el barrendero. Me encuentro en el bar de siempre, con el café en la mano. Abro el diario, al azar, como siempre, en la sección de sucesos, J.C.M., de 38 años, ha acribillado a cuchilladas a su ex, la pasada madrugada. Un látigo frío me sacude la espalda. El día menos pensado

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