Una triste impresión


Hace apenas unos cuatro o cinco meses era un no parar. A diario. Y no sólo una vez. Hubo noches memorables, donde caían hasta tres o cuatro. Y no un aquí te pillo aquí te mato, no. Aquello sí que era una buena cola de impresión.
Ahora no le hace mucho caso. Al menos, no como antes. Ni tan a menudo. No parece importarle su estado, ni se molesta en atender sus necesidades. Se insinúa constantemente, no para de mandarle continuos avisos de alerta. No sabe qué más puede hacer.
Cada día tiene una impresión más pobre sobre casi todo. Así como lila apagado, tirando a rosa grisáceo.

Semáforo nocturno


Solitario, inútil y abandonado. Así se sentía a partir de cierta hora de la madrugada, cuando ya nadie fijaba la vista en él. Se encontraba en los confines del barrio más apartado de la ciudad, en un cruce solitario, donde el paso cebra, la prioridad o el sentido común hubieran bastado para regular el tráfico y la circulación de peatones.
Al principio, dio luz verde a su lado más salvaje, saliendo de fiesta hasta altas horas con la señal triangular de la calle de al lado, intentando llenar la falta de sentido que tenía su vida con la noche y el exceso. Sin embargo, al día siguiente, la descoordinación era total y tanto podía permanecer diez minutos en ámbar como quedarse durante horas en rojo. Tras la sabia reprimenda de un agente de policía local, que le alertó con un cuidado, chico, que esa señal tiene mucho peligro, decidió abandonar las malas compañías. Durante un tiempo se entretuvo llamando a un conocido programa radiofónico de la noche para contar sus penas, pero era tan vergonzoso, que se ponía rojo hasta bien entrada la mañana del día siguiente.
Tanta era su tristeza y desazón que, un buen día, una buena noche, más bien, decidió apagarse para siempre.

Mudanza definitiva


Cric, cric, cric. Empezó una noche, ya de madrugada, cuando se levantó para ir a mear. Camino del lavabo, justo en el umbral de la puerta, lo escuchó claramente. Algo (en plural) recorriendo, por dentro, la pared de la habitación, arriba y abajo, izquierda, derecha.
Decidió llamar a una empresa exterminadora. Nada. Una segunda empresa. De nuevo, lo mismo. Una tercera. Menos aún. De hecho, iba en aumento, extendiéndose a otras estancias de la casa, incluyendo lavabo y cocina. Cric, cric, cric.
Tocaba cambiar de apartamento, no quedaba otra. Se instaló y al tercer día, ahí estaba. Insistió, otro piso, ahora en un barrio diferente, lejos, bien lejos de la pesadilla. Esta vez, al segundo día. Probó de nuevo, ya más que desesperado, cambiando incluso de ciudad. A las pocas horas, cric, cric, cric.
Último traslado. Parece que ahora sí, el ruido ha desaparecido. Ahora lo que no acaba de entender es el continuo embotamiento de su cabeza y el color blanco, presente mire donde mire. Paredes, sábanas, colcha, pijama, zapatillas. Gente con bata blanca. Personas con los ojos en blanco, gritando palabras inconexas. Es igual, ya no más cric, cric. cric.

Alternativa


Por más que tomo café, me refresco la cara o me pongo ciego a metanfetaminas, no puedo evitarlo. Me duermo irremediablemente.
Me duermo en el consultorio del médico, mientras la gente discute sobre el orden de la cola. En el metro, cuando una viejecita intenta entablar conversación. Con la cajera del súper, sólo con mirarla. Mientras mi mujer me relata los últimos logros del niño. En el ascensor, mientras un vecino habla del tiempo. También en el trabajo. Sobre todo en el trabajo.
Diagnóstico claro y rotundo, tras caer redondo por primera vez, mientras un taxista me facilitaba una xenófoba y según él eficaz receta contra la crisis. Un raro trastorno del sueño, que me incapacita para aguantar tonterías, las justas.