El triángulo del fuego. Y algo más.


Oxígeno
Todo el que puede contener un piso de setenta metros cuadrados, de dos metros y medio de altura, o sea, ciento setenta y cinco metros cúbicos. A esto hay que restarle, tirando alto, un diez por ciento de volumen ocupado por muebles, puertas y trastos. Ciento cincuenta y siete coma cinco. Teniendo en cuenta que el aire contiene un veintiún por ciento de oxígeno, tenemos un total de treinta y tres metros cúbicos (despreciando los decimales aquí).
Calor
No mucho. Según la Agencia Estatal de Meteorología, unos doce grados de temperatura, en la ciudad que habito, en el día y la hora estimada en que se desencadenó, aunque, para estas fechas, por encima de la media, si no dejamos de lado que nos encontramos en pleno invierno.
Combustible
El televisor de cuarenta y seis pulgadas. Las cortinas. Los libros. La colección entera de posavasos (más de tres mil ejemplares). Los cedés. Los vinilos de la infancia y de la juventud. El portátil. La copia de seguridad del portátil con diez años de trabajo. El sofá. La cama. La mesa. Las sillas. Las fotos de toda una vida (la mía). Las fotos de todas unas vidas (hasta cuatro generaciones de la familia). Las joyas de la abuela. Las reliquias del abuelo. Los trajes. Las camisas. Las chaquetas. Toda la ropa. Las cartas de mi novia alemana de la adolescencia. Y hasta la puerta principal, que se dobló sobre sí misma. Una vida de mierda.
Algo más
De cincuenta a cien mil euros, pagando la prima anual más alta. Bendito triángulo.

Un encargado en apuros


Hace ya casi dos semanas que me encuentro aquí, sin poder salir, esclavo de sus erráticos actos y caprichosos comportamientos.
Durante los primeros días fueron sólo unos pocos. Yo, mientras me dedicaba a mis quehaceres cotidianos, como arrancar las malas hierbas y recolocar los crisantemos, los saludaba, no sin disimular mi sorpresa y terror, sobre todo al principio.
Sin embargo, a medida que transcurren los días, mi incomodidad va en aumento. Por cada uno que decide despertar, tengo por delante dos horas de arduo trabajo para tapar debidamente el agujero y dejar la tierra plana. Por desgracia, no parece que se den cuenta en absoluto de su grosera conducta, ya que, hasta el momento, ninguno de ellos ha mediado palabra para disculparse siquiera.
Lo peor, creo yo, es la cara de estúpidos que lucen, en su mayoría. El hecho de que algunos de ellos carezcan de algún miembro, ya sea superior o inferior, y que todos tengan la piel a tiras no mejora para nada la situación. Un día de éstos me lío a palazos y les devuelvo a su sitio, de donde nunca debieron salir.

Mi semana


Lunes
El fonendoscopio, sobre la mesa. Aún con su bata de médico. Salva vidas cada día en el hospital donde trabaja. O al menos, lo intenta.
Martes
Los lienzos se amontonan por toda la habitación. Un talentoso pintor, seguro que expone en las mejores galerías del país. Y del extranjero. Sí, también del extranjero.
Miércoles
Planos y más planos, esparcidos por todo el habitáculo. Un exitoso arquitecto, que diseña los rascacielos más audaces. En Nueva York. Bueno, donde sea.
Jueves
La guitarra en un rincón. Parece una gran estrella del rock. O del pop. Sí, mejor del pop. Seguro que las chicas están locas por él. Eso dicen.
Viernes
Con mi traje gris, como cada día, después de salir de una aburrida oficina, de un absurdo trabajo sin sentido. El lunes, volveré a ser otro.