Hace ya casi dos semanas que me encuentro aquí, sin poder
salir, esclavo de sus erráticos actos y caprichosos comportamientos.
Durante los primeros días fueron sólo unos pocos. Yo,
mientras me dedicaba a mis quehaceres cotidianos, como arrancar las malas
hierbas y recolocar los crisantemos, los saludaba, no sin disimular mi sorpresa
y terror, sobre todo al principio.
Sin embargo, a medida que transcurren los días, mi
incomodidad va en aumento. Por cada uno que decide despertar, tengo por delante
dos horas de arduo trabajo para tapar debidamente el agujero y dejar la tierra plana.
Por desgracia, no parece que se den cuenta en absoluto de su grosera conducta,
ya que, hasta el momento, ninguno de ellos ha mediado palabra para disculparse
siquiera.
Lo peor, creo yo, es la cara de estúpidos que lucen, en su
mayoría. El hecho de que algunos de ellos carezcan de algún miembro, ya sea
superior o inferior, y que todos tengan la piel a tiras no mejora para nada la
situación. Un día de éstos me lío a palazos y les devuelvo a su sitio, de donde
nunca debieron salir.
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