Cric,
cric, cric. Empezó una noche, ya de madrugada, cuando se levantó para ir a
mear. Camino del lavabo, justo en el umbral de la puerta, lo escuchó claramente.
Algo (en plural) recorriendo, por dentro, la pared de la habitación, arriba y
abajo, izquierda, derecha.
Decidió
llamar a una empresa exterminadora. Nada. Una segunda empresa. De nuevo, lo
mismo. Una tercera. Menos aún. De hecho,
iba en aumento, extendiéndose a otras estancias de la casa, incluyendo
lavabo y cocina. Cric, cric, cric.
Tocaba
cambiar de apartamento, no quedaba otra. Se instaló y al tercer día, ahí
estaba. Insistió, otro piso, ahora en un barrio diferente, lejos, bien lejos de
la pesadilla. Esta vez, al segundo día. Probó de nuevo, ya más que desesperado,
cambiando incluso de ciudad. A las pocas horas, cric, cric, cric.
Último
traslado. Parece que ahora sí, el ruido ha desaparecido. Ahora lo que no acaba
de entender es el continuo embotamiento de su cabeza y el color blanco,
presente mire donde mire. Paredes, sábanas, colcha, pijama, zapatillas. Gente
con bata blanca. Personas con los ojos en blanco, gritando palabras inconexas. Es
igual, ya no más cric, cric. cric.
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