Tres años, cinco meses, cuatro días


La escucho absorto, a lo lejos, como si estuviera a diez metros de distancia. O veinte. De hecho, a veces, sus palabras se van alejando, poco a poco, hasta que su voz se diluye en mis propios sueños. Entonces encuentro la paz.
Cada día me cuesta más prestar atención a lo que cuenta. Se dedica a relatar, minuciosamente, qué ha comprado, dónde o si ha quedado con alguna de sus amigas. Que si el tete ha decidido que estudiará ingeniería. Que me echa de menos. Que todos están impacientes por mi regreso.
Papá no viene tanto, o al menos, si lo hace, no habla demasiado. O casi nada. Ella, mi madre, nunca falla a su cita. Cada día. Eso me parece a mí. En mi cabeza, se dibuja su expresión de horror justo en el momento que se cruzó el camión.
Ha pasado el tiempo suficiente como para plantearse una solución digna, insisten los médicos. Ella siempre fue una persona llena de esperanza. Y de culpabilidad. Yo, espero que al fin les haga caso.

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