La escucho absorto, a
lo lejos, como si estuviera a diez metros de distancia. O veinte. De hecho, a
veces, sus palabras se van alejando, poco a poco, hasta que su voz se diluye en
mis propios sueños. Entonces encuentro la paz.
Cada día me cuesta
más prestar atención a lo que cuenta. Se dedica a relatar, minuciosamente, qué
ha comprado, dónde o si ha quedado con alguna de sus amigas. Que si el tete ha decidido que estudiará
ingeniería. Que me echa de menos. Que todos están impacientes por mi regreso.
Papá no viene tanto, o al menos, si lo hace, no habla
demasiado. O casi nada. Ella, mi madre, nunca falla a su cita. Cada día. Eso me
parece a mí. En mi cabeza, se dibuja su expresión de horror justo en el momento
que se cruzó el camión.
Ha pasado el tiempo suficiente como para plantearse una
solución digna, insisten los médicos. Ella siempre fue una persona llena de
esperanza. Y de culpabilidad. Yo, espero que al fin les haga caso.
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