Instantes después de su degollamiento, la arrastro veloz hasta
el lavabo, donde la coloco en la bañera, rebosante de hielo. Después de ajustarme
mascarilla y guantes, procedo con el corte, justo en la zona abdominal. Me
sirvo de un fino bisturí, que se hunde en la carne junto con el dedo índice, cubriéndose
de sangre hasta la falange media. Repito la operación (lado izquierdo, lado
derecho) en la zona lumbar.
La había llamado dos horas antes y acudió puntual al servicio,
cabe señalar. Sweety, acertado nombre para el trabajo que realizaba. Era la
víctima perfecta, encajaba con el perfil elaborado por Scotland Yard. Cada vez
se me hacía más cansino lo de “en serie”, pero ya se sabe, la tradición
familiar así lo dictaba.
En resumen, extraigo riñones (dos), hígado y corazón. Uno
por uno, introduzco los órganos en bolsas de plástico esterilizadas y los
acomodo entre los cubitos de hielo de las neveras portátiles (tres): los dos
riñones en una, el hígado en otra y el corazón en la última.
Antes de que llegue UPS a recoger el material, me apresuro
para deshacerme del cuerpo. Una vez introducido en una funda negra estanca, lo
arrojo a un contenedor de basura orgánica, el civismo ante todo. Mientras
espero, enciendo un cigarro y pienso en cómo demonios se ganaba la vida el tatarabuelo
Jack.
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