Era éste
un país un tanto especial, en el que se vivía en un estado (parecido al) de
sitio. El gobierno protegía a su pueblo imponiendo el toque de queda, no para
evacuar las calles antes del anochecer, sino más bien para impedir que sus buenas
gentes se despertaran por la mañana. Los diarios se quedaban sin leer y las
radios emitían noticias que nadie escuchaba, para tranquilidad de los
agradecidos ciudadanos y alivio de sus sufridos representantes. Y ese mérito no
se le podía negar a este buen gobierno. Los electores no debían preocuparse
acerca de los diversos actos vandálicos cometidos por los más temibles
delincuentes. Tanto si asaltaban el erario público como si obligaban a las
mujeres a procrear en contra de su voluntad, para nada se conseguía importunar
a la población.
Y llegó un
día que, con el fin de evitar de forma definitiva la alarma general, su
presidente propuso reformar la carta magna, para así instaurar el inalienable
derecho fundamental a la inopia.