Semana


Día 1
Como puntitos negros. Ovalados y negros. O marrones, no sé. Delante de mí, en la puerta del armario. Se mueven. Incluso parece que revolotean. Acabo de fregar los platos. Aplasto unos cuantos. Quedan las manchas en la puerta blanca. También un rastro de fairy y agua, que se escurre, hacia abajo. Una sensación fría se apodera de mi cuero cabelludo.
Abro el armario que queda encima de los fogones. Los tés, el poleo-menta, Cola-Cao, un tarro de miel, la bolsa de los cereales, con la pinza puesta. Hay unos cuantos, esparcidos por aquí y por allá. Retiro el contenido de los estantes. Ahí están. Arriba, abajo, en las paredes, izquierda y derecha. Cojo la bayeta, los aplasto a todos. Me pica el cuerpo. Las piernas, los hombros. No consigo sacarme la sensación de encima.
En la encimera, miro el contenido de las bolsitas de los tés, la caja del poleo menta. También desenrosco la tapa del Cola-Cao. Es imposible destapar el tarro de miel. Viene a mi cabeza un anuncio de super-glue de los noventa. Se mueven al fondo de las bolsitas. También de la caja. El Cola-Cao permanece virgen. Miro a trasluz el frasco de miel. Limpio. Se salvan. El resto, a la basura. El sudor recorre mi espalda.
Día 2
La leche ha hervido. Mierda de microondas. Un anillo marrón marca la parte superior de la taza. Al fondo, un poco de líquido blanco aún con burbujas. Al coger la bayeta, veo dos puntitos negros, marrones, en la puerta del trasto. Miro hacia arriba. La puerta del armario que queda justo encima está adornada con tres más. Uno desaparece. Definitivamente, vuelan.
Saco el contenido del armario. Una caja con herramientas y restos de montajes de Ikea. Nada que parezca útil. Manetas, tornillos, cosas inclasificables, diez llaves allen. También un martillo. Destornilladores. Están por todos lados. Decido tirar a la basura el contenido. Menos las llaves allen, el martillo y los destornilladores. Les paso la bayeta. Arraso con el interior del armario. Blanco de nuevo. Bien.
Uno, negro, quizás marrón, instalado en mi pantorrilla. Ha debido volar desde el armario. Lo aniquilo sin dificultad. Una punzada fría me golpea la nuca. Mierda.
Día 3
Insertar número de páginas. Ya está. Documento acabado y revisado. Algo inesperado en el monitor. No puedo apartar la mirada. Contengo la respiración. Un punto en medio de dos párrafos. Aporreo con todas mis fuerzas el teclado. ¿Desea guardar los cambios en Traducción de Escritos de un viejo decente_versión definitiva.doc? Vuelvo a golpear, frenético. La pantalla se queda en negro.
Se reinicia. Miro de nuevo, con detenimiento. Mi corazón parece que se para. Una mota de polvo. O algo. No son ellos.
Día 4
Noche de miércoles. Noche de Champions. Bikinis y cervezas. Charlo con el resto. Iniesta hace una jugada imposible con Pedro, Fábregas mediante. Casi gol. Todos gritan en el sofá. Yo no puedo apartar la mirada del televisor. De la cabeza de Guardiola parece que hay uno dispuesto a punto de saltar. Nadie parece verlo.
Durante el anuncio de Heineken dos más. Lo comento. ¿Pero qué dices? Parece que sólo yo los veo. Ahora tres. ¿Alguna birra más? Me giro, al volver la mirada, han desaparecido.
Día 5
Sábana bajera. Joder cómo cuesta, no es de la medida del colchón. Las fundas en las almohadas. Miro delante de mí. La puerta corredera del armario ropero está entreabierta. Marrón, o negro, a la altura de mis ojos. De golpe, desaparece. Giro la cabeza. Está ahí, en medio de la sábana blanca, entre dos arrugas. Salgo de la habitación. Cierro la puerta. El corazón me va a mil. Esa noche duermo en el sofá.
Día 6
La pasta en el cepillo. Al introducirlo en mi boca, puedo verlo a través del espejo, en el mango. Lo agito. Desaparece. Vuelvo a mirar al espejo. Hay cuatro, distribuidos, dos en la parte superior, dos juntos en la esquina izquierda inferior. Lanzo un manotazo. Una raja cruza el espejo, en diagonal. Pequeñas grietas surgen, dibujando afluentes en diferentes direcciones.
Mi cara reflejada parece un Picasso. Miro mi mano izquierda. La sangre brota de la palma. Noto algo en el hombro derecho. Puedo notarlos. Mi brazo derecho chorrea saliva, dentífrico y agua. Tengo todos los pelos de mi cuerpo erizados. Todos.
Día 7
Precinto. Vuelta entera. Ya está. La última caja. Escribo con el rotulador. Libros y CD’s. El camión de la mudanza no puede tardar mucho. Miro la caja del ordenador. Encima de ella, tres más. Una extraña sensación de miedo recorre mi cuerpo. Noto algo en la rodilla derecha. También en el dedo gordo del pie izquierdo. No quiero mirar. Rompo a llorar.

El ruido


¡Despierta! ¡Despierta de una puta vez!  ¿Es que no lo oyes? Una especie de crujido. No, más bien un aullido. O como si se abriera o cerrara una puerta con las bisagras oxidadas. Eso es lo que me parece oír. Medio en sueños. Te dije que se oía algo. Viene del lavabo. Sí, sí, seguro. ¿Lo oyes o no? Sí, es cierto, lo oigo claramente. Me vence el sueño y me vuelvo a dormir.
Hace poco más de dos semanas que nos hemos mudado. Escuchamos ruidos extraños. Por la noche, nunca por el día. Nunca coinciden en la misma habitación en la que estamos. Como gruñidos. Solemos bromear acerca de que el piso está poseído. Que habita en él un fantasma. La antigua inquilina, una anciana que había muerto de vieja, eso dicen los vecinos, más cerca de los cien que de los noventa, hace sólo unos meses.
Al día siguiente no parezco ser la persona más popular por aquí. Me dijiste que te despertara si volvía a oír ruidos extraños. Te volviste a dormir. Tenía miedo. Estaba cagada de miedo. Tiene razón. Lo cierto es que medio dormido los ruidos me parecieron razonables. O soportables. Simplemente, no molestaban. No parece que esto la convenza. No, no molestan. Pero dime, ¿quién hace esos ruidos?
Luego está la gata. Se comporta de un modo extraño. Por la noche sube a la cama y empieza a maullar. No se queja porque le falta comida. Lo hace como si pidiera ayuda, atención. Como si tuviera miedo. Nunca antes lo había hecho. Es su espíritu, se ha adueñado de su cuerpo. Es esa vieja, que habita en ella. Mírala cómo maúlla. No puedo negarlo. No es la de siempre.
Las dos de la madrugada. Despiertos, en la cama, abrazados. De momento, ningún ruido. Hemos convenido que ninguno de los dos puede dormirse. Estaremos así hasta que oigamos ruidos. El ruido. ¿Y entonces qué? De eso no hemos hablado. La gata permanece sentada, a los pies de la cama. Nos mira fijamente, en silencio.
Así como una bisagra oxidada, como una puerta que se abre… ¿Sabes lo que te digo? Sí, así como… No acaba la frase. Parece que se ha dormido. De repente vuelve a hablar. A emitir sonidos extraños. Está soñando, sin duda. Un escalofrío recorre mi espina dorsal. Un extraño ruido, como el de una puerta abriéndose, con bisagras oxidadas, sale de su boca.