−Venga va,
date la vuelta –decía, mientras se toqueteaba con esperanza el (ahora) abultado bajo
vientre.
−No sé. No
me convence. Estoy muy cómoda así –respondió.
−Hazlo por mí. Te lo pido, ciento ochenta grados –insistía mientras se hacía unos largos en la piscina no olímpica
cubierta del barrio.
−No veo la necesidad. No. En
absoluto. No sé quién te has creído que eres –seguía, mientras, sin darse
cuenta, daba volteretas como un astronauta en un estado total de ingravidez.
−Tu madre. Y mal vamos si sales
así de respondona –le recriminaba, en casa, elevando la pelvis en una postura casi
imposible, de rodillas en el sofá, con las manos en el suelo, la cara
enrojecida por la sangre acumulada en la cabeza.
−Paso –perseveraba, sin darse
cuenta que golpeaba, ahora ya con sus pies, el estómago de su madre.