Llevaba más de media hora mirando la fotografía. Agarraba el
marco con fuerza, como si se le fuera a caer de un momento a otro. Se la habían
hecho el día de su graduación. Amplias sonrisas, idénticas caras. Él le pasaba
la mano por encima del hombro, protegiéndole. Siempre por delante. Un cuarto de
hora, concretamente dieciséis minutos y cuarenta segundos, según apuntó en el
registro la comadrona.
Aún recordaba los primeros años en el colegio. Su madre se
empeñaba en vestirlos igual. Hasta segundo o tercero no se rebelaron, cuando
por fin lograron cambiar de peinado -fue él quien lo consiguió-. Esto les
acarreó algún problema. Eran presa fácil para los matones de la clase. Él tenía
el aplomo para defender a ambos, aunque llegara más de un día con la ropa
desgarrada y el ojo morado. Sin duda, eso le convirtió, ya de muy niños, en el
preferido de su padre.
En ese momento le vino a la cabeza una conversación de
adolescentes. La tuvo con él, justo antes de la cena, a solas, en el comedor. O
en la cocina. Puede que fuera a primera hora, en el desayuno. Los recuerdos
empezaban a borrarse.
–Tienes que pedirle a Helen una cita. Vamos, échale un poco
de huevos. Somos los Ericssen. A nosotros no se nos dice que no –siempre hablaba
en plural, como si su fuerza y energía proviniera de los dos. Como si fueran un
solo hombre.
–Me da vergüenza. Es la chica más bonita de la clase.
–Por Dios Santo, me vas a obligar a que yo mismo se lo pida
–en una ocasión, y esto sí que lo recordaba perfectamente, suplantó su
identidad, sin revelárselo hasta unos días después, justo el mismo día de la
cita que él mismo había acordado. Tómatelo como un regalo de cumpleaños
adelantado, le dijo, sin prestar demasiado interés en lo que el otro pensara o
sintiera al respecto.
Siempre procedía como si sus actos no tuvieran consecuencia
alguna en la vida de los demás. Como si, cuando actuaba en nombre del otro,
fuera éste el que hiciera y no él. Se habían llegado a enfadar mucho por esta
razón. El día del accidente habían estado discutiendo acaloradamente. El
alcohol puso de su parte.
Sus ojos le miraban fijamente. Al fondo, un grupo de chicos
charlaban con los birretes en la mano. Parecía como una imagen de DVD congelada,
en la que uno espera un movimiento justo al instante siguiente. Como si sus
labios le fueran a hablar de un momento a otro.
–Tranquilo, no fue culpa tuya. Los dos bebimos. Cualquiera
de los dos podría haber estado al volante –resonaba en su cabeza, mientras una
punzada de dolor recorría todo su pecho.