Era la tercera llamada en una hora. Había decidido no
descolgar esta vez. Menudo hijo de puta. Enfermo. Trastornado. Pensándolo con
perspectiva, un año antes lo habría dado todo por él. Por una vez, había
descubierto el amor.
El mosso ya le
había advertido. Después de la fase
agresiva, cambiará de actitud. Será la persona más dulce, le hará sentir la
mujer más importante del mundo. Y en ésa estaba, desde hacía una semana. De
nuevo el móvil. Por la cabeza se le pasaba una idea recurrente, estúpida. Tenía
que cambiar esa estúpida melodía. La odiaba. Tanto como a él. Se sentía
culpable sin saber por qué. Pero, sobretodo, sentía miedo, mucho miedo.
Desde la mesa en la que se encontraba podía ver a través de
la ventana cómo la gente corría de un lado a otro de la calle, saltando,
evitando los charcos. Quizás era una de esas personas empapadas, confusas. Entre las cinco y las seis. Eso le había
asegurado. Las seis y cuarto. Sonaba de nuevo el móvil. Mamá. Bueno, al menos
no era él. De todas formas, no era el momento. En absoluto. Dejó que el maldito
timbre finalmente se desvaneciera.
A la semana de conocerle le había propuesto buscar un piso para
irse a vivir juntos. A las dos semanas ya le había gritado más de una vez. Y de
dos, y de tres. Antes del mes le había amenazado. A las seis semanas había
destruido por completo su autoestima. En medio año lo habían dejado y vuelto
unas veinte veces. Sin exagerar. Durante ese infierno que había durado un año,
cuatro denuncias. Ninguna solución. Hasta hoy.
Precisamente, entraba por la puerta. Un hombre alto, ancho
de espaldas. Había plegado el paraguas y se acercaba con paso firme hacia su
mesa. La del fondo, pasada la barra. Así
yo la reconoceré a usted. Se arrepentía de haberle llamado, pero ahora le
parecía demasiado tarde para echarse atrás. Lo que pasó hacía justamente
hace tres días le había convencido definitivamente. La estaba esperando en el
portal de su casa, ya de noche. Con un ramo de flores. Huyó de allí al
instante. La persiguió tres manzanas, pero al fin pudo entrar en aquel bar.
Al día siguiente no lo dudó. Tenía el teléfono desde hacía
un par de meses. El marido de su hermana conocía a uno en el gimnasio que al
parecer mantenía negocios no del todo claros, porque algunos empresarios del
sector, decía, se las arreglaban para cobrar ciertos impagados de forma contundente. Brutal, llegó a interpretar. Contrataban a profesionales para ello, decía. Y parecía ser que sus
servicios se extendían a otros ámbitos.
Cuénteme. Con una
fotografía y su número me bastará. Con tres mil, lo tendrá como mínimo dos
meses en el hospital. Mil quinientos antes del trabajo. La otra mitad al
finalizar. Con cinco mil no volverá a tener noticias suyas. Tres mil antes, dos
mil a la finalización.
Lo único que tenía claro era que necesitaba ir al lavabo
cuanto antes. Un sabor insoportablemente agrio lo anunciaba. Iba a sacarlo todo
por la boca. No se preocupe. Estoy
acostumbrado. Descargue y cuando vuelva cerramos el trato. No se preocupe. En
absoluto. Estaré aquí esperándole.